EL SEÑOR ARIAS. CAPITULO II (viene de ELISA)
Desde los cerros orientales se adivinaba ese hilo tímido, falto de convicción que era el bogotano sol, golpeando sin fuerza los ojos del bueno de Mateo Arias. Su habitación era un manojo de recortes, fotografías y documentos inconexos. Su mente, un repertorio de datos inútiles e informaciones confidenciales. Llevaba tres años a cargo de la sección de crónicas rojas en el diario.
De las paredes pendían caprichosas algunas estampas tomadas de revistas cinematográficas y algunos fragmentos de breves poemas publicados en caprichosas colecciones literarias. Entre las fotografías se destacaba una, en color sepia, de Louise Brooks, actriz que le obsesionaba hasta el paroxismo.
Llevaba seis meses residiendo en esa diminuta pensión en donde los sueños, bajezas y aspiraciones de centenares de inmigrantes procedentes de los más lejanos lugares de la República, se encontraban para vivir bajo un mismo techo, con un mismo cuarto de baño, con una rutina que a fuerza de ser cotidiana se les había hecho tolerable.
De un salto, Mateo, se levantó de el nada blando lecho que por cama tenía para ver su rostro contra un espejo mediano, caprichosamente ladeado en una de las cuatro paredes de cal que conformaban su improvisado y según sus sueños y ambiciones imposibles transitorio habitáculo.
–Hoy es martes, martes de artes, martes de descartes, apartes–, se dijo en voz alta a sí mismo pues la costumbre de vivir solo y de dirigirse únicamente a foreneses, delincuentes de baja estopa y a sus más cercanos colegas en el diario, había aguzado su capacidad de monologar sin sentirse demente.
El reloj escupía las 7:30 AM, tiempo apenas suficiente para abordar el tranvía desde La Alameda de la Carrera 13 hasta la Avenida Jiménez, sede del imperio de tinta y papel que era el periódico de Eduardo Cano.
Y ahí estaba, con su pelo brillante por la grasosa acción de la gomina. Con sus gruesos lentes de carey, ingresando como cualquier mañana al mismo edificio. Con el propósito de llevar la máquina de escribir hacia la cercana bolera de San Francisco en donde prefería trabajar porque allí ‘nadie le preguntaba nada’.
Pero aquel día, aquel martes que no parecía estar destinado a ser que otro martes más, las cosas estaban comenzando a hacerse inusuales…
CUANDO LA LETRA M SE TRABA
CAPITULO III
Ese día el señor Ramón, ilustre arreglador de máquinas de escribir, tenía entre abierta la puerta de su establecimiento. Cuando Mateo entró, Ramón le daba la espalda, mientras zangoloteaba una máquina vieja que parecía estar arreglando. Mateo se acercó y exclamó: Ramón, cómo está usted, ¿mucho trabajo?. A lo que Ramón contestó: “Se le trabó la letra M”. Mateo soltó una carcajada: “imagínese que se trabara la letra M de mi máquina, los muertos no tendrían su cuarto de hora”. Ramón también sonrió y volvió a su trabajo indicándole dónde dejar la máquina descompuesta, al tanto que le advirtió: Venga el viernes, usted ya sabe por qué, mucho trabajo. “Puede buscar mientras tanto una máquina de la oficina, pero asegúrese de que la letra M esté lubricada” le dijo el viejo. Mateo se despidió.
Luego de haber dejado reparando a su cómplice y desgastada amiga máquina de escribir, a la entrada del periódico el fuerte soplo del viento matutino de los cerros quiso arrebatar por un momento su sombrero. Fatigado por el silencioso embate, se acomodó el adminículo de la cabeza y volteó para ver si alcanzaba a agredir al fenómeno natural invisible. Mas al instante, notó que casi en la esquina una muchedumbre se agolpaba en circulo. Algunas mujeres gritaban con sus guantes cachacos, y se santiguaban mirando al cielo para ver si con aquella vehemencia religiosa Dios perdonaba al pecador que dejó al cuerpo reposando en la acera, luego de haberse arrojado desde el piso número 10 del edificio del diario.
De inmediato, Arias se dirigió al lugar de los hechos y abriéndose paso entre los curiosos con su paraguas negro, se agachó para urgar en la billetera del cadáver- porque si había algo que a Mateo Arias le gustaba era fingir ser detective, a pesar de que sus menesteres y conocimiento solo se limitaban al inactivo universo de las palabras-. Sin embargo por su tarde llegada, se dio cuenta de que los facinerosos habían hecho de las suyas en los bolsillos del difunto.
Nada entonces por ahora podría presumir quién era aquel NN que había decidido, al parecer, dejar de existir una mañana del 1 de mayo de 1926.
Por unos minutos, el joven periodista se sumió en una profunda introspección. Aún bajo la multitud, apenas alcanzaba a oír los lejanos lamentos y cuchicheos de los morbosos transeúntes. Estuvo pensando, imaginando un poco, cómo pudo haber transcurrido la vida de este desconocido finado.
Aquella nueva pieza para su rompecabezas literario judicial le sabía a miel, y ya comenzaba a esculpir en la mente una historia de sangre.
Cuando el alma volvió de su Hades mental, el columnista de la página judicial alcanzó a sentir que alguien le estaba observando y, al subir la vista, se encontró con los ojos de la asistente del director, la famosa NN de la oficina. (¿Puede haber un NN famoso?)
En ese instante, Arias conoció por fin a la figura tras la sombra del Director. Le extrañó entonces que la mujer, por reflejo del instinto, no hubiera perdido la mirada, a pesar de haberse percatado de la sorpresa de él. Vestía una falda muy larga y vieja, algo pasada de moda, igual que su gorro de flor marchita. De repente, el sonido de las sirenas los despertó del letargo, y la mujer desapareció. Arias avisó que se había regresado corriendo a su cubículo clandestino.
De las paredes pendían caprichosas algunas estampas tomadas de revistas cinematográficas y algunos fragmentos de breves poemas publicados en caprichosas colecciones literarias. Entre las fotografías se destacaba una, en color sepia, de Louise Brooks, actriz que le obsesionaba hasta el paroxismo.
Llevaba seis meses residiendo en esa diminuta pensión en donde los sueños, bajezas y aspiraciones de centenares de inmigrantes procedentes de los más lejanos lugares de la República, se encontraban para vivir bajo un mismo techo, con un mismo cuarto de baño, con una rutina que a fuerza de ser cotidiana se les había hecho tolerable.
De un salto, Mateo, se levantó de el nada blando lecho que por cama tenía para ver su rostro contra un espejo mediano, caprichosamente ladeado en una de las cuatro paredes de cal que conformaban su improvisado y según sus sueños y ambiciones imposibles transitorio habitáculo.
–Hoy es martes, martes de artes, martes de descartes, apartes–, se dijo en voz alta a sí mismo pues la costumbre de vivir solo y de dirigirse únicamente a foreneses, delincuentes de baja estopa y a sus más cercanos colegas en el diario, había aguzado su capacidad de monologar sin sentirse demente.
El reloj escupía las 7:30 AM, tiempo apenas suficiente para abordar el tranvía desde La Alameda de la Carrera 13 hasta la Avenida Jiménez, sede del imperio de tinta y papel que era el periódico de Eduardo Cano.
Y ahí estaba, con su pelo brillante por la grasosa acción de la gomina. Con sus gruesos lentes de carey, ingresando como cualquier mañana al mismo edificio. Con el propósito de llevar la máquina de escribir hacia la cercana bolera de San Francisco en donde prefería trabajar porque allí ‘nadie le preguntaba nada’.
Pero aquel día, aquel martes que no parecía estar destinado a ser que otro martes más, las cosas estaban comenzando a hacerse inusuales…
CUANDO LA LETRA M SE TRABA
CAPITULO III
Ese día el señor Ramón, ilustre arreglador de máquinas de escribir, tenía entre abierta la puerta de su establecimiento. Cuando Mateo entró, Ramón le daba la espalda, mientras zangoloteaba una máquina vieja que parecía estar arreglando. Mateo se acercó y exclamó: Ramón, cómo está usted, ¿mucho trabajo?. A lo que Ramón contestó: “Se le trabó la letra M”. Mateo soltó una carcajada: “imagínese que se trabara la letra M de mi máquina, los muertos no tendrían su cuarto de hora”. Ramón también sonrió y volvió a su trabajo indicándole dónde dejar la máquina descompuesta, al tanto que le advirtió: Venga el viernes, usted ya sabe por qué, mucho trabajo. “Puede buscar mientras tanto una máquina de la oficina, pero asegúrese de que la letra M esté lubricada” le dijo el viejo. Mateo se despidió.
Luego de haber dejado reparando a su cómplice y desgastada amiga máquina de escribir, a la entrada del periódico el fuerte soplo del viento matutino de los cerros quiso arrebatar por un momento su sombrero. Fatigado por el silencioso embate, se acomodó el adminículo de la cabeza y volteó para ver si alcanzaba a agredir al fenómeno natural invisible. Mas al instante, notó que casi en la esquina una muchedumbre se agolpaba en circulo. Algunas mujeres gritaban con sus guantes cachacos, y se santiguaban mirando al cielo para ver si con aquella vehemencia religiosa Dios perdonaba al pecador que dejó al cuerpo reposando en la acera, luego de haberse arrojado desde el piso número 10 del edificio del diario.
De inmediato, Arias se dirigió al lugar de los hechos y abriéndose paso entre los curiosos con su paraguas negro, se agachó para urgar en la billetera del cadáver- porque si había algo que a Mateo Arias le gustaba era fingir ser detective, a pesar de que sus menesteres y conocimiento solo se limitaban al inactivo universo de las palabras-. Sin embargo por su tarde llegada, se dio cuenta de que los facinerosos habían hecho de las suyas en los bolsillos del difunto.
Nada entonces por ahora podría presumir quién era aquel NN que había decidido, al parecer, dejar de existir una mañana del 1 de mayo de 1926.
Por unos minutos, el joven periodista se sumió en una profunda introspección. Aún bajo la multitud, apenas alcanzaba a oír los lejanos lamentos y cuchicheos de los morbosos transeúntes. Estuvo pensando, imaginando un poco, cómo pudo haber transcurrido la vida de este desconocido finado.
Aquella nueva pieza para su rompecabezas literario judicial le sabía a miel, y ya comenzaba a esculpir en la mente una historia de sangre.
Cuando el alma volvió de su Hades mental, el columnista de la página judicial alcanzó a sentir que alguien le estaba observando y, al subir la vista, se encontró con los ojos de la asistente del director, la famosa NN de la oficina. (¿Puede haber un NN famoso?)
En ese instante, Arias conoció por fin a la figura tras la sombra del Director. Le extrañó entonces que la mujer, por reflejo del instinto, no hubiera perdido la mirada, a pesar de haberse percatado de la sorpresa de él. Vestía una falda muy larga y vieja, algo pasada de moda, igual que su gorro de flor marchita. De repente, el sonido de las sirenas los despertó del letargo, y la mujer desapareció. Arias avisó que se había regresado corriendo a su cubículo clandestino.