¿Que qué es Cali después de ser Cali?
Foto Edwin Gómez
Cali sigue y seguirá siendo Cali, lo demás es puro cuento.
Por Catalina Ordóñez.
Cali, a pesar de vivir en constante cambio como toda ciudad, nunca dejará de tener gente que se encargue de no olvidar su historia.
Hace poco leí un artículo de revista en cuyo encabezado se preguntaban qué era Cali ahora que muchas modas, cambios culturales, sociales y económicos han invadido la ciudad. En ese sentido planteaban que Cali no era el mismo Cali de los abuelos ni el de la infancia de la autora. Aquella reflexión me hizo cuestionar largo rato llegando a concluir que la autora tiene algo de razón de una manera parcial. Y digo parcial porque Cali, a pesar de vivir en constante cambio como toda ciudad, nunca dejará de tener gente que se encargue de no olvidar su historia.
“Pues claro que todo cambia”, porque el universo y todo cuanto vive en él siguen esta lógica natural. Más aún, una ciudad, que es la suma de un conglomerado de personas viviendo al ritmo acelerado del sistema capital en medio de un cúmulo de estructuras de ladrillo y cemento.
Se compra y se vende todo, hasta el alma, y los medios de comunicación son el mejor recurso para maquinar esta dinámica infinita de consumo. Y es en esta dinámica donde entran a jugar y a imponerse en un grupo social, lo que es cultura y lo que no es.
Las ciudades cambian, no solo cada decenio, sino cada minuto. Cali como ciudad principal es un núcleo social donde confluyen personas de muchos lugares del país, y sobre todo ahora que con el tema del desplazamiento, la ciudad está más llena de chocoanos, caucanos, o antioqueños que de caleños.
A estas constantes inmigraciones, que implican cambios sociales, se le añaden las modas foráneas, que hoy más que nunca consiguen atraer al público joven. Aquellos factores como otros, han hecho de la ciudad un mar de retazos sincréticos.
La música, por ejemplo, ya no es la salsa, sino el Ragaetton, eso dicen muchos. Es cierto, pero esta es una realidad también de muchas ciudades. Sin embargo, lo bueno es que a Cali por ahora no le faltan caleños de los años 50, 60 y 70, que aún viven en su bella anacronía, bailando y cantando a los grandes de la vieja salsa.
De manera que si cada fin de semana oímos hasta el cansancio en todo los bares las desgastadas líricas del Ragaetton, que ya nos suenan todas igual, hay lugares perdidos en algún garaje de barrio popular donde mucha gente sigue oyendo verdadera SALSA que viene de olvidados pero grandiosos long plays.
Cuando mi abuelo me contó la historia de Cali, estaba yo pequeña de estatura, lo recuerdo, sentí que podía tocar el pasado en las palabras de este hombre hoy nonagenario, que llegó a trabajar en el departamento de telégrafos y en la contraloría de Cali allá en 1948. Digo esto porque la Cali que queremos, y muchos estarán de acuerdo, se encuentra entre el pasado, su desafortunado pero esperamos que también pasajero presente, y el futuro que se avizora como bueno, eso aspiramos.
Cali seguirá siendo Cali porque nunca perderá su historia, y mientras esto suceda, no dejarán de hacerse macetas de azúcar, ni dejarán de nombrarse personajes como Jovita, hoy puesta muy de moda, pero desde hace que nacimos la estamos oyendo, en boca de las abuelas que le decían a uno, cuando de pequeños nos pintábamos y poníamos cien pulseras, “quítese eso que parece Jovita”.
Nunca conocí el real funcionamiento del servicio drive thru de los restaurantes de comida rápida como Tropicana, pero me contaron mis padres cómo era en los sesenta. Por eso, siempre que paso por Tropicana recuerdo sus historias, y les tengo cariño, porque sé que no hay ninguna Tropicana en otra parte del mundo, como un Mac Donalds igualito en Hong Kong o en Nueva York.
Sí, es cierto que hoy la moda es el centro comercial Palmetto, cuando ayer lo fue Sears en el centro comercial del norte y en una avenida Sexta, hoy tristemente invadida por fritanguerías y grilles con pantallas futboleras. Pero las cosas cambian, aunque la historia sigue viviendo y nutriéndose plenamente, mientras no nos llegue el alzaimer, en nuestra memoria colectiva.
Qué sería Cali sin la Tertulia, dirán muchos, pero para eso tuvieron que acabar con “el charco del burro”, a donde muchos de nuestros bisabuelos se iban a echar sus buenos baños junto con sus caballos. Chipichape, antigua estación del ferrocarril, hoy se sigue nombrando por su centro comercial, que fue hecho con el reciclado de su estructura pasada.
Foto Edwin Gómez.
Cali sigue y seguirá siendo Cali, lo demás es puro cuento.
Por Catalina Ordóñez.
Cali, a pesar de vivir en constante cambio como toda ciudad, nunca dejará de tener gente que se encargue de no olvidar su historia.
Hace poco leí un artículo de revista en cuyo encabezado se preguntaban qué era Cali ahora que muchas modas, cambios culturales, sociales y económicos han invadido la ciudad. En ese sentido planteaban que Cali no era el mismo Cali de los abuelos ni el de la infancia de la autora. Aquella reflexión me hizo cuestionar largo rato llegando a concluir que la autora tiene algo de razón de una manera parcial. Y digo parcial porque Cali, a pesar de vivir en constante cambio como toda ciudad, nunca dejará de tener gente que se encargue de no olvidar su historia.
“Pues claro que todo cambia”, porque el universo y todo cuanto vive en él siguen esta lógica natural. Más aún, una ciudad, que es la suma de un conglomerado de personas viviendo al ritmo acelerado del sistema capital en medio de un cúmulo de estructuras de ladrillo y cemento.
Se compra y se vende todo, hasta el alma, y los medios de comunicación son el mejor recurso para maquinar esta dinámica infinita de consumo. Y es en esta dinámica donde entran a jugar y a imponerse en un grupo social, lo que es cultura y lo que no es.
Las ciudades cambian, no solo cada decenio, sino cada minuto. Cali como ciudad principal es un núcleo social donde confluyen personas de muchos lugares del país, y sobre todo ahora que con el tema del desplazamiento, la ciudad está más llena de chocoanos, caucanos, o antioqueños que de caleños.
A estas constantes inmigraciones, que implican cambios sociales, se le añaden las modas foráneas, que hoy más que nunca consiguen atraer al público joven. Aquellos factores como otros, han hecho de la ciudad un mar de retazos sincréticos.
La música, por ejemplo, ya no es la salsa, sino el Ragaetton, eso dicen muchos. Es cierto, pero esta es una realidad también de muchas ciudades. Sin embargo, lo bueno es que a Cali por ahora no le faltan caleños de los años 50, 60 y 70, que aún viven en su bella anacronía, bailando y cantando a los grandes de la vieja salsa.
De manera que si cada fin de semana oímos hasta el cansancio en todo los bares las desgastadas líricas del Ragaetton, que ya nos suenan todas igual, hay lugares perdidos en algún garaje de barrio popular donde mucha gente sigue oyendo verdadera SALSA que viene de olvidados pero grandiosos long plays.
Cuando mi abuelo me contó la historia de Cali, estaba yo pequeña de estatura, lo recuerdo, sentí que podía tocar el pasado en las palabras de este hombre hoy nonagenario, que llegó a trabajar en el departamento de telégrafos y en la contraloría de Cali allá en 1948. Digo esto porque la Cali que queremos, y muchos estarán de acuerdo, se encuentra entre el pasado, su desafortunado pero esperamos que también pasajero presente, y el futuro que se avizora como bueno, eso aspiramos.
Cali seguirá siendo Cali porque nunca perderá su historia, y mientras esto suceda, no dejarán de hacerse macetas de azúcar, ni dejarán de nombrarse personajes como Jovita, hoy puesta muy de moda, pero desde hace que nacimos la estamos oyendo, en boca de las abuelas que le decían a uno, cuando de pequeños nos pintábamos y poníamos cien pulseras, “quítese eso que parece Jovita”.
Nunca conocí el real funcionamiento del servicio drive thru de los restaurantes de comida rápida como Tropicana, pero me contaron mis padres cómo era en los sesenta. Por eso, siempre que paso por Tropicana recuerdo sus historias, y les tengo cariño, porque sé que no hay ninguna Tropicana en otra parte del mundo, como un Mac Donalds igualito en Hong Kong o en Nueva York.
Sí, es cierto que hoy la moda es el centro comercial Palmetto, cuando ayer lo fue Sears en el centro comercial del norte y en una avenida Sexta, hoy tristemente invadida por fritanguerías y grilles con pantallas futboleras. Pero las cosas cambian, aunque la historia sigue viviendo y nutriéndose plenamente, mientras no nos llegue el alzaimer, en nuestra memoria colectiva.
Qué sería Cali sin la Tertulia, dirán muchos, pero para eso tuvieron que acabar con “el charco del burro”, a donde muchos de nuestros bisabuelos se iban a echar sus buenos baños junto con sus caballos. Chipichape, antigua estación del ferrocarril, hoy se sigue nombrando por su centro comercial, que fue hecho con el reciclado de su estructura pasada.
Foto Edwin Gómez.